Llevaba meses sin mirarse al espejo, en todo ese tiempo jamás se detuvo a hacerlo. Lo evitaba, quizás a propósito, quizás sin quererlo, por inercia, o tal vez porque no quería ver la imagen que le devolvería. Su único peinado se limitaba a juntar todas sus mechas desprolijas y unirlas en un rodete en la nuca, era lo más práctico, lo más rápido y el cabello no le molestaba en todo el día.

Los últimos dos años de su vida, dormía con un solo ojo, y si lo hacía,era recostada en un viejo sillón al lado de la persona enferma. Ella ya no la reconocía, ni a ella, ni a nadie. No importaba, era su única hija, y si, sabía quién era ella, ella era su madre.

Sofia era ahora la madre de su madre, hasta en lo físico.

Buen día Tana, le decía, porque si decía mamá, comenzaría el repetido y agresivo cuestionario de todos los días. ¿quién sos , yo no tengo hijos, y menos una hija tan vieja!

Tana , apodo que  se auto-eligió en sus años  de juventud, porque Fortunata no le gustó nunca, entonces fue Tana para todos, incluso para su hija.

Así las cosas, el día de Sofía arrancaba con un saludo muy paciente y cordial, esperando la más ilógica respuesta. El alzheimer había causado estragos en la mente de su madre. A veces pareciera que la recordaba, pero muy a veces, su mente había retrocedido hasta casi su niñez, y esos eran los recuerdos que reflotaban a menudo.

Y entonces, para no entrar en cansadoras y desgastantes explicaciones, le seguía la corriente y ella le contaba de esa maestra mala de primer grado, de lo rico que era el helado de los sábados con su papá, o de aquel lindo vestido que vió en la tienda de la esquina. Cuando su madre se levantaba bien, podría decirse que le esperaba una jornada tranquila, pero cuando no tenía esa suerte y su madre arrancaba el día a gritos, defendiéndose de la nada con patadas y golpes de puño, Sofía se preparaba para resistir, era su madre, no podía hacer otra cosa, esta enfermedad injusta se había llevado lejos a la Tana independiente y segura de otros tiempos.

Sin perderla de vista nunca, se amañaba para ganarse unos pesos , planchando ropas por docena para una vecina, y mientras Tana dormía, lavaba ropas y zapatillas para la verdulera de la otra cuadra. Sumado a la pensión que recibía le alcanzaba para sobrevivir . Comprar la medicación, la provista mensual y para los gastos diarios.

 Esa mañana Tana estaba diferente, taciturna, no hablaba, no gesticulaba, simplemente vegetaba. No aceptaba comida, no reaccionaba. Sofía le tomó la temperatura, la frente transpiraba un sudor helado, sus labios resecos y sus ojos hundidos la alarmaron.

Llamó a emergencias, como de costumbre, cargó lo básico en el bolsito de siempre, algunas ropas, medicamentos, las pantuflas y el maquillaje de Tana que nunca debía olvidar. En pocos minutos estaba sentada dentro de una ambulancia acompañando a su madre, quién sabe que le esperaba esta vez, pensó. Internarla ya se había convertido en un rutina mensual.

Su madre entró directo a terapia intensiva, tuvo que esperar varias horas hasta que una Doctora muy amable le explicó que la situación era grave, que era de esperar, debido a lo avanzada que estaba su enfermedad.Tragó saliva, mientras procesaba las palabras que había oído, a su madre le quedaba poco tiempo, era cuestión de horas, tal vez días, que su frágil cuerpo colapsara.

Fue al café del hospital, no había probado bocado en todo el día. Mientras devoraba un frío sándwich trataba de recordar cuanto tiempo llevaba cuidando a su madre. El mismo tiempo que llevaba olvidándose de ella misma. En cuestión de minutos toda su vida pasó por su mente, como un video acelerado. Cómo sería su vida sin su madre, ella veía y respiraba por ella. pedía a Dios un milagro, no la quería perder, a pesar de que ella ya no la reconocía, a pesar de sus agresiones, a pesar de todo, era su madre, y se la quería llevar de vuelta a su casa, para cuidarla nuevamente. Se sentía vacía, esas horas que transcurrían sin sentido la desgastaban, que mal momento estaba viviendo.


Volvió a la sala de espera, y a pesar de que el horario de visita sería recién al día siguiente, buscó un rincón y se acomodó para pasar la noche. Buscó en su bolso el cargador de celular, lo había olvidado. En el apuro por salir a recibir a los médicos, y entre que alzaba a su madre, olvidó el cargador sobre la mesa. Ahora lo recordaba.

Sin darse cuenta se quedó dormida, ahí en esa fría sala de espera, vacía y silenciosa,  Alguien le tocaba el hombro muy suavemente, era la misma doctora que antes le había explicado la gravedad de la enfermedad de su madre. Le dijo que vaya a su casa a descansar, que ella la llamaría ante cualquier novedad que surgiera.  No muy convencida,  colgó su bolso al hombro y con pasos cortitos, como dudando de hacerlo o no, se fue alejando de la sala de espera.  No quería irse, en los años que llevaba cuidando a su madre, jamás la había dejado sola, jamás. Si algo le pasara , no se lo perdonaría. Pero la doctora insistió y Sofía, pensó, busco el cargador y vuelvo.

Antes de salir del hospital entró al baño, la imagen que le devolvió el espejo era espantosa. Era ella esa mujer de raíces blancas y pelo gris ­, y esas ojeras de mapache , eran de ella. Cuántos meses llevaba sin mirarse al espejo,sin duda muchos.

No podía creer en lo que se había convertido, era una anciana, jorobada , mal vestida, despeinada, totalmente desmejorada. Miró con horror sus cejas repobladas, desconociéndose.

Se miró sus manos, las uñas comidas, cómo llegó a ese punto de dejadez personal.

Salió a la calle, con la capucha de la campera puesta y casi con vergüenza caminó hasta la parada de colectivos. Pareciera que todos la miraban, escondió sus manos en los bolsillos, agachó la cabeza y casi sin pensarlo entró a una farmacia. Buscó tinturas entre las góndolas, también un esmalte de uñas, podría pintárselas mientras esperaba fuera de la terapia pensó.

Llegó a su casa, el cargador olvidado estaba sobre la mesa, enchufó el celular que ya estaba muerto y se encerró en el baño, preparó la tintura y como pudo comenzó a pintar sus raíces. Se sentía rara, como que estaba de recreo, sin embargo un sentimiento de culpa la atormentó, era la primera vez en meses que no tenía que dejar la puerta abierta por si Tana la necesitaba. 

Terminada su labor de peluquera, se miró al espejo y la imagen que le devolvió le pareció extraña. Era una Sofía más joven, estaba diferente. El sentimiento de culpa volvió a surgir, pensaba en su madre, sola en la terapia, y ella pintándose el cabello. Pero en que estaba pensando, debía volver al hospital enseguida, pensó. Se daría un baño y volvería a la sala de espera.

Abrió las canillas, llenó la bañera con agua tibia, prendió su sahumerio favorito y se dio un baño como hacía mucho tiempo que no lo hacía, era tan el placer y el relax que sintió, que sin darse cuenta , se quedó dormida en el sofá envuelta en una toalla, y con las uñas recién pintadas.

Se despertó sobresaltada, como no recordando que le había pasado. Se sentó en el sofá, la toalla todavía húmeda le hacía doler la cabeza. Se miró las uñas, se vistió, preparó un café y tomó el celular.

Catorce llamadas perdidas del hospital.

Salió como loca a la calle, paró un taxi y pidió que la lleve al hospital lo más rápido posible.

Tana había partido, en el mismo instante en que ella se daba un respiro.

Nunca se lo perdonaría.

Nunca

 

 

 

 

 

 

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